Ayer se celebraba Halloween, que en estos lados se le quitó el sentido oscuro, maligno y diabólico para dejarlo como el "Día de los Niños". Se acostumbra siempre ponerse un disfraz y celebrar, y en el caso de los más pequeños, ellos acostumbran salir por las calles y pedir dulces a los vecinos o a la gente que se cruza en su ruta. Por supuesto, aquí no fue la excepción.
En estos últimos años de administraciones liberales, este municipio ha acostumbrado hacer una fiesta especial para los niños, donde se instalan algunos juegos y los mismos funcionarios y contratistas de la administración municipal reparten dulces a los niños que asistan. Algunos comerciantes, en sus negocios, también participan en la repartición, y algunos adultos, dentro del halo de la nostalgia, también se disfrazan e incluso participan de la tradición.
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Yo tuve un día agitado. Madrugué lo suficiente, lidié con algunas situaciones y terminé temprano. Fue satisfactorio. Al haber despuntado la mañana, alguien dejó en el trabajo dos bolsas de dulces para repartir y un trabajador cedió la que le entregaron aduciendo el no gustarle esos confites. Cuando terminé y entregué cuentas, pedí llevarme una de las bolsas para repartirla cuando fuese hacia el centro. Otra la dejé abierta y lista por si los niños llegaban temprano a pedir. Así, con el panorama planteado, fui a cortarme el cabello y regresé a casa con un atardecer bastante oscuro; sobre las dos pensé que llovería en Anapoima, tronó, venteó y el cielo hacia el oriente me hicieron pensarlo.
Tenía la seria intención de disfrazarme, así fuese con las combinaciones que podía darme mi propia ropa para ese fin, pero al ducharme desistí. Ceno y con algo del cansancio haciendo residuos en mi físico, de nuevo regreso al centro y a cada paso veo más personas disfrazadas, tanto niños como jóvenes y adultos. Ya venía armado con la bolsa y paro en el parque, para proseguir hacia el Polideportivo, el cual vi vacío e inmediatamente me devuelvo.
En el parque, decido abrir la bolsa y repartir los dulces, iniciando con los niños de algunos conocidos. En un santiamén acabé esa bolsa, cerca al supermercado. Compré otra bolsa y en la misma puerta del supermercado se arremolinaron muchos niños y otros tantos padres de familia y en otro santiamén se fue. Haciendo caso al corazón y al sentido común, fui por otra bolsa y ni siquiera me dejaron avanzar cinco metros respecto a la puerta, muchos niños esperaron por sus dulces. También, con rapidez, se fue la otra bolsa, ya fueron tres en total.
Pensé en ese momento en el bien que había hecho, en mi propia niñez y en cómo esas pocas veces donde podía salir a pedir dulces eran fructíferas. Había olvidado dejar dos cosas en el trabajo y fui a dejarlas como corresponde, aproveché para pedir la otra bolsa y terminar con la tarea, no sin antes ingresar a una tienda de conveniencia -se llama "Justo y Bueno"- para aprovisionarme de otra bolsa por si se acababa la que retiré. El gasto ya se había hecho, solo había que dejar con una sonrisa a los niños.
En cierto momento, por poco me alteran porque como en algún momento lo comenté, la gente -los niños y jóvenes en esa noche- no sabían pedir. Abusivamente metían las manos frente a mi humanidad para arrebatarme un dulce. Apenas podía dar de a uno o de a dos para poder dejarle algo a los demás en la correría. La bolsa se acabó y ya podía cantar victoria, el mal momento había pasado.
Cuando recorro el parque, me encuentro con algunos conocidos y los saludo, hasta llegar a donde estaba Robinson, quién sí se disfrazó, de un mimo bien parecido a Marcel Marceau. Le ofrecí algo de tomar y fui de nuevo al supermercado, aunque ya con un inconveniente, ya había algo de fila en las cajas. Regreso y veo algunas caras por ahí y entrego unos pocos dulces, la fiesta estaba finalizando. Me senté y conversé con algunos camaradas sobre deporte y cosas por ahí, mientras contemplaba de reojo cómo todos aquellos que asistieron a esa fiesta regresaban a sus casas. Al poco tiempo, pasé por otro lugar, donde recibí una cerveza, y como ustedes saben, no bebo alcohol ni demasiado ni con frecuencia, así que fue suficiente para recuperar las ganas de descansar y así regresé a casa.
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Al cruzar el largo camino a casa desde el centro, me sentí muy contento por lo que hice. Quizá, desde antes de regresar. Me sentí, como en aquella ocasión con esa persona, empeñado en retribuirle en otras personas lo que muchos han hecho por mí. El haber gastado esa suma de dinero no importó. Fui niño y recibí muchas cosas que a duras penas podía conseguir con mis propios medios. Quería unirme a la fiesta como los demás pudieron hacerlo, disfrazados, con las caras pintadas, con una máscara, pero no se pudo, en otra ocasión se podrá, personalmente no soy muy devoto de los disfraces.
Mi alma y mi conciencia están tranquilas y felices por ese acto de fe y de generosidad de anoche. Lo repetiré sin pena ni limitación alguna. Es algo que puedo hacer antes de que llegue la hora, si llega. Por último, cierro con este texto que dejé plasmado en otra red social:
"Trece mil pesos. Más de cuatrocientos dulces repartidos. Ver a los niños de mi casa felices no tiene precio".
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