La noche anterior, me junté con Robinson con el plan específico de buscar comida. Al notar que buena parte de los restaurantes de comida rápida que hay sobre el Camellón -la Carrera 2, ya sobre el centro-, decidimos ir a un sitio donde venden arepas al norte del Comando de Policía. Luego de haber "cenado", la idea era separarnos en cierto punto del centro para ir a sus casas, pero a Robinson le picó el bicho de la cerveza.
Nos tomamos de a tres, y nos pusimos a conversar y a rajar un poco de todo lo que había sucedido en el día, incluso de mis historias en otras latitudes de Cundinamarca, tocando el tema de ese lindo experimento deportivo llamado "Temporadas Intercolegiadas", donde buena parte de los municipios de este departamento conocieron algo más allá de sus propias provincias. Lo cierto fue que nos dio el Viernes Santo ahí y Robinson decidió ir a su casa de propiedad, apurado y conmigo de acompañante, pues preciso vivo en el camino.
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Tres horas y media después de haber dormido, me desperté, no sin antes resolver la duda de si asistir o no a la peregrinación que se acostumbra realizar, en el Alto de San Judas. Decidí asistir, el reloj biológico hizo una rareza y terminó de levantarme. Desayuno, salgo y justo a las cinco y media de la mañana llego al punto de encuentro, la salida hacia la Vereda San Judas.
Como el año pasado, como siempre, el deber espiritual primó antes que el deber físico de ascender y probar mis condiciones en el ascenso. Me encontré con muchos paisanos, amigos y uno que otro conocido de afuera; quizá alguno de ellos no me haya reconocido. Llegué hasta la cima sin afugia alguna, y pude, pese a la congestión, hacer mi petición espiritual.
Al final de la jornada, solo quedaba otro deber. Ver a la distancia mi casa. Allá, bajo un sol que ya empezaba a convertirse en inclemente, contemplo lo que es ahora la urbe en la cual se centra mi meseta. Y como siempre, cumplí con el objetivo del día. Así, unas cuantas horas después de tomar unas cervezas en un día donde no suelo tomar ni una sola gota de alcohol. Pero, dicen por ahí, que quien peca y reza, empata.
Como el año pasado, como siempre, el deber espiritual primó antes que el deber físico de ascender y probar mis condiciones en el ascenso. Me encontré con muchos paisanos, amigos y uno que otro conocido de afuera; quizá alguno de ellos no me haya reconocido. Llegué hasta la cima sin afugia alguna, y pude, pese a la congestión, hacer mi petición espiritual.
Al final de la jornada, solo quedaba otro deber. Ver a la distancia mi casa. Allá, bajo un sol que ya empezaba a convertirse en inclemente, contemplo lo que es ahora la urbe en la cual se centra mi meseta. Y como siempre, cumplí con el objetivo del día. Así, unas cuantas horas después de tomar unas cervezas en un día donde no suelo tomar ni una sola gota de alcohol. Pero, dicen por ahí, que quien peca y reza, empata.
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