domingo, 5 de febrero de 2017

La señal del ratón.

En aquella madrugada del 4 de Febrero, un ratón se coló por alguna rendija y entró a la casa, a destrozar lo que hubiese en el suelo.  Mi hermana se despertó apurada, y cogió lo primero que vio para al menos, espantarlo.  En algo que podía calificarse de sobrenatural, el ratoncito se detuvo, se yergue en la puerta y se despide, como si dijera "hasta siempre, no volveré a verlos".

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Meses antes, mi abuelo Francisco estaba recluido en el Hospital de Engativá, aquejado de sus problemas cardiorrespiratorios.  Cuando fui a visitarlo, se despidió de mí y de Don Norman, sentía que poco a poco su existencia finalizaba y los médicos le dijeron que su marcapasos no le sería útil.  Lo dieron de alta, porque alcanzo a mejorarse, pero ya dependería de un equipo de respiración asistida por lo que le quedaba de vida.  ¿Cuánto tiempo?  Nunca lo supimos, pudo ser en Navidad, en la Nochevieja, mucho tiempo después, pero esas dos noches alcanzó a vivirlas.

Conté en otro texto, que el 31 de Diciembre del 2015 mi abuela Elvira enfermó gravemente y en la madrugada del Año Nuevo, fallecía.  Fue un golpe durísimo para todos, pero aún más para él.  Concienzudamente, creíamos que nuestro abuelo dejaría este mundo primero.  Recuerdo mucho que fui a visitarlo a la semana o a la semana y media del funeral y al despedirme de él, solo noté en su mirada que quería partir y hacerle compañía allá arriba.

Viajé a Medellín y a Manizales con parte de mis pensamientos en su salud, me preocupé mucho y en cierta forma, el volver apresurado a casa fue una señal.  Pocos días después, mi abuelo no soportó más y enfermó en la vieja casona de San Antonio, haciendo necesaria su reclusión en el Hospital Pedro León Álvarez de La Mesa.

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Eran las cinco de la mañana pasadas en esa fría mañana en Anapoima.  El ratón seguía parado y mi hermana lo miró con extrañeza.  Supo la noche anterior que nuestro abuelo estaba hospitalizado y pensaba viajar hasta La Mesa a visitarlo.  Pero no pudo.  El ratón termina su ademán, parecido al de una despedida, y huyó raudo.  Don Norman llamó a casa llorando.  La mala noticia me despertó.  Nuestro abuelo Francisco había fallecido.

En todo ese tiempo se despidió de todos, hasta de Óscar, quien fue una de las últimas personas con las que se pudo comunicar por teléfono.  De ahí para allá, no musitó una sola palabra.  Solo quería irse y acompañar en la eternidad a la que fue su pareja por más de sesenta años.  Al otro día, lo despedimos en un sentido funeral, acompañados por la lluvia y buena parte de nuestros paisanos de San Antonio.

Así, con aquella señal que dejó el ratón para mi hermana, partía el patriarca, aquella persona que con su sabiduría campesina le enseñó a sus hijos el valor del trabajo.  Quizá Don Norman haya sido el que mejor haya adoptado su ejemplo.  Quizá algunos de sus otros hijos -mis tíos- no lo hayan seguido correctamente.  Al menos, lo hizo a conciencia.  Y esa enseñanza, indirectamente, llegó para mí y trato de seguirla de la mejor manera.

Hoy, un año después de su funeral, lo recuerdo.  He cumplido la promesa que hice por sus almas, tanto la de él como la de ella.  Le pido siempre a nuestro Señor que los cuide y que nos ilumine desde allá arriba.  Todos los viernes, los recuerdo.  Don Norman poco a poco supera el dolor de su partida.  San Antonio ya no es lo mismo sin ellos.  En fin, ese es el ciclo de la vida y este sigue su curso.