domingo, 24 de agosto de 2014

Milagro en La Mesa (Final)

En ese undécimo, la decepción también fue una constante, pero se convirtió en un silencio neutral cuando su carta sacó un puntaje entre diez y doce unidades menos que el mío.  Ya todo fue gloria.  Mis amigos del salón, supieron sacarle punta al asunto y si mal no recuerdo, algunos compañeros del otro salón me felicitaron.  Incluso algunos profesores se manifestaron positivamente frente a la noticia.  Recuerdo que el Maestro Pedro, en un día de ensayo, hizo una exaltación sobre ese logro y citó textualmente que se podía lograr grandes cosas cumpliendo con los deberes.

¿Me orientaron?  Quizá sí, pero no precisamente en una dirección clara.  Aún no tenía definido un camino y sabía, que mi familia no podía ayudarme al ingresar a algunas universidades.  Si lo hacía, arriesgaba el futuro tanto de Marcela como el de Óscar.  Pero surgió una oportunidad que para ese tiempo, era impensada y demasiado ideal como para tenerla a la mano, de la cual dejé pistas en algún texto anterior y que cuando llegue su hora, la sabré contar.

La sorpresa llegó también, cuando uno de los estudiantes más descuidados -por no decir vago- de la historia de mi colegio, logró un increíble puntaje, cercano a los trescientos.  Era un compañero con el que siempre tenía encontrones, me refiero a Carlos Torres.  Todo mi salón quedó sorprendido.  Los peores puntajes de mi colegio también se quedaron en mi salón, una pena.  Quería que todos quedaran arriba de 250.  Me sorprendí con los puntajes de las gemelas, el de Angélica, el de otros compañeros que sabía que lograrían más.  Como había dicho, Marcela logró un 263 y la dejaba con opciones de ir a cualquier parte.

Ese 327, me hizo merecedor a una Distinción Andrés Bello, queridos amigos.  Fui uno de sus últimos receptores, ya que el ICFES eliminó la distinción para los municipios, solo se entrega para los mejores puntajes a nivel nacional y departamental.  Aún conservo el cuadernillo que contiene la resolución que entregaba esas distinciones y el diploma.

En Noviembre, cuando me gradué, me entregaron un galardón por parte del colegio como reconocimiento a ese logro; creo yo, que también ese puntaje me ayudó a que me eligieran como mejor bachiller de mi promoción, pero eso ya es otra historia.  Lo cierto fue que esa distinción me salvó la vida varias veces estando en la Piloto y que el estímulo que me entregaba el ICETEX por ser portador no pudo ser usado; creía que se había perdido, pero en este año resurgió la posibilidad de usarlo.

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Quince años después, pienso en esto que he narrado, uno de los pocos momentos dulces que he tenido a lo largo de mi vida.  Pensé en las oportunidades que dejé pasar y en las que llegaron.  Pensé en lo que pudo haber sido mi futuro, el hoy que debería estar viviendo.  Pensé en lo que quería Don Gonzalo de mí.  Pensé en la alegría de mi familia en ese momento.  Pensé en mis compañeros.  Pensé en mis profesores.  Pensé en Marcela y en Óscar, de mí dependía su futuro.

Allá en La Mesa, se inició el final de una era, pero no era el final de la juventud.  Aún estaba mutando de niño al adolescente, tenía quince años y unos cuatro meses.  El camino estaba listo, solo había que recorrerlo bien.  Pero, bueno..., aquí estoy.  Quizá piense en intentar recuperar algo de lo que se perdió, una empresa difícil de lograr.

Las personas que estaban conmigo en esa historia, han tomado rumbos diversos, tan diversos que ya desconozco cómo localizarlos, incluyendo a varios de mis profesores, que ya descansan de su trajín docente merecidamente.  ¿Se acordarán de esto?  Quizá no, sus ocupaciones y su propia vida enviarían esto a un rincón olvidado, quizá convertido en cenizas.  Algún día, si me veo con alguno de ellos, le recordaré esto, sin ningún temor.

¡Y qué bueno es recordar las cosas buenas que se lograron en la juventud!

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