jueves, 7 de agosto de 2014

Pubenza (o ascendiendo la ruta de los fósiles)

En un día conmemorativo como el de hoy -aunque cayó en miércoles-, realicé mi última salida a Pubenza.

Mi universidad -la Piloto, en Girardot- solía programar salidas para los estudiantes, con el fin de que se cumplieran unos requisitos obligatorios para realizar tanto la práctica empresarial como para graduarse, si mal no me equivoco.  También recuerdo que ese "sistema" se conformó cuando se cambió el currículo, allá en el segundo semestre del 2000; había que acumular cierta cantidad de puntos para no sufrir al final.

De mi grupo, era el que más avanzado estaba en ese tema, pues solía asistir a este tipo de salidas, y a otras de mayor distancia como las que se realizaron a Maloka o a la Catedral de Sal.  Esta salida me gustaba, recuerdo que en una o dos ocasiones anteriores la realicé, y sé muy bien que una de esas la realicé en un domingo, para regresar directamente a Anapoima.

Ese 7 de Agosto del 2002, ya me encontraba en Girardot estudiando, entre la segunda y tercera semana de clases, si no me equivoco.  Era lógico, no valía la pena devolverme para Anapoima a pasar el día, así que lo aproveché para ir a ese poblado junto con algunos compañeros, conocidos de otros programas de la Piloto.  Me inscribí con alguna antelación en la Biblioteca, como siempre, con Sandra, para formar parte de esa expedición.  Y ese 7 de Agosto, madrugué lo suficiente tanto para disfrutar de una hermosa mañana y para que me recogieran, más o menos sobre las siete y media de la mañana.

¿Cuál era el plan en Pubenza?  Ese poblado, perteneciente a Tocaima, escondía una maravillosa historia, desconocida para muchos pobladores del suroccidente cundinamarqués.  El 24 de Septiembre de 1972, un humilde agricultor y minero aficionado llamado Manuel Mendoza, encontró en las faldas del Cerro Piedras Negras los restos fosilizados de un mastodonte.  Don Manuel tardó año y medio para mover esos restos hasta su residencia.  Allá fuimos a dar, en los primeros metros del ascenso, donde logramos conversar unos minutos con él.

Lo que verdaderamente quería, junto a todos los asistentes, era ascender ese cerro.  Paso a paso, con algo de velocidad, soportando el calor inclemente y propio de esta región, refugiándome en los pocos lugares sombríos y superando algún trayecto complicado, llegué a la cima junto a los demás compañeros.  Estaba sediento y cansado, pero contento.  Alguien me dijo que podíamos regresar rápido, pero le respondí que nos regresarían en una ambulancia a casa y sabrá Dios con cuántos huesos quebrados.

El descenso, debo decirlo, es un poco más complicado que el ascenso, por la pendiente, la cual es algo fuerte.  Recuerdo que en más de una ocasión debimos parar para hidratarnos, y en mi caso, las piernas no me respondían como quería, pero hice acto de valor y llegué bien.  No tuve noción del tiempo, así que no supe a qué hora regresamos a Pubenza ni a qué hora llegué a Girardot exactemente.  Me devolví en el platón de la camioneta del director de Bienestar Universitario de ese entonces, junto con otros compañeros, que como yo, estaban algo sucios, muy cansados, y aún más contentos por esa salida.

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Este tipo de salidas me agradaban, ¿saben?  Así hice vínculos más fuertes con la gente que conocí allá en Girardot y quizá haya dejado una mejor estela con ellos que con mis propios compañeros.  ¿Qué será de la vida de Carrillo?  ¿Qué será de la vida de las Jaramillo?  ¿Los que compartían esas salidas conmigo, se acordarán de mí?

Además de lo narrado anteriormente, como he sido hombre de campo, no le hago mala cara a esas salidas.  Quiero volver a Pubenza y aparte de subir el cerro, conocer el Museo Paleontológico.  Quiero recorrer algún día los cerros tutelares que cuidan de mi casa.  Faltarán algunas cosas necesarias para ser un verdadero senderista, pero la voluntad supera unas zapatillas que cuestan más de doscientos mil pesos.  Y así, desde mi infancia, sin importar la pinta o el calzado que se lleven, el caminar largo y fuerte hace parte de mi vida.

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