miércoles, 1 de junio de 2016

Día de suerte.

Anoche, sobre las seis y media, decidí ir al centro para reclamar un encargo que hacía parte de otro encargo más grande.  Sobre la salida, mi mamá me pide el favor consistente en traerle algunas cosas para comer en donde fuera conveniente y recargarle el saldo a su línea de telefonía móvil.  Con un clima bastante fresco, quizá ventoso, salgo hacia el centro recorriendo la carretera y preocupándome un poco por el pronóstico, que pintaba para una lluvia bastante fuerte, pues había escuchado que en la Sabana y en buena parte de la alta montaña tequendamita San Pedro abrió la llave con fuerza.

Mi primera parada era la salsamentaria para comprar una tajada de queso, la compro, era la única que quedaba y tenía el tamaño justo para lo que necesitábamos en casa.  Salgo de ahí y me topo con algunos conocidos, los saludo y converso unos cuantos minutos con ellos.  Me dirijo hacia el supermercado y antes de entrar, observé que alguien estaba por ahí departiendo con otra persona; apenas puedo verla unos segundos, quizá presa del miedo, quizá presa del resentimiento.

Entro y busco lo que necesito, un paquete de fosforitos -papas fritas recortadas a la francesa-, y veo que las filas estaban congestionadas gracias a que muchos estaban haciendo el mercado de la quincena.  No habiendo más remedio que apelar a las enseñanzas del santo Job, hago mi fila y mientras tanto, pensaba en regresar rápido.  Igualmente, un empleado del supermercado se encontraba en "modo animador" y estaba haciendo concursos sencillos para que sus clientes ganaran algo dentro de sus festividades empresariales.

Cuando estaba cerca de llegar a la hora de pago, el empleado dijo: "En este momento, gana el primero que llegue aquí con su cédula terminada en...".  Pensaba y esperaba que él dijera "número nueve".

Y en efecto, así sucedió.  Dijo: "¨¡...Número nueve!"

Estaba demasiado cerca de él como para perder esa oportunidad de ganar, así que me moví rápido y me acerqué.  Había ganado, no me importaba qué gané.  Solo presenté mi cédula, me hicieron hablar -cosa que no quería-, y la pasé muy bien; incluso alcanzaron a "ridiculizarme" por llevar una camiseta de una selección de fútbol ajena y rival de la de aquí.  No puse cuidado para nada, estaba en mi propio trance.  Así, salí con una cara de pastel increíble y completé las diligencias que faltaban, incluyendo encargos de última hora.

Llego a casa, sin que se borrara la alegría.  No pude traer el premio a casa, no lo entregarían sino hasta hoy.  Le cuento a mi mamá -quien fue trabajadora de ese lugar- y se alegró, aunque ninguno lo creía.  Hablamos un poco de lo que vi y continuamos con la rutina de la noche.  No llovió, pero el frío y el viento hicieron esta noche de suerte muy acogedora.

Hoy recogí el premio y es una licuadora que había entregado un proveedor para la festividad del supermercado, su propio aniversario.  Me la llevo contento a casa y en su momento le daremos uso.  Solo una cosa quedó en el aire, ¿realmente tuve suerte?  ¿Haber visto a esa persona fue una buena señal?  Alguien allá arriba sabe si lo fue o no.  Lo cierto, es que esa noche fue muy alegre y ojalá sigan repitiéndose tales momentos.

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