jueves, 14 de abril de 2016

La Tatacoa.

Girardot, Abril o Mayo del 2000.

Era mi primer semestre de universidad, y recuerdo bien que debíamos cumplir con una asignatura obligatoria que cuya finalidad eran las actividades de Medio Ambiente.  Salidas, una que otra tarea, cosas así.  Cierto fue que el Director de Bienestar Universitario de ese entonces -Daniel López se llamaba, si no me equivoco-, ya tenía programada una salida para esos días, al Desierto de la Tatacoa, en jurisdicción de Villavieja (Huila).  Ese sitio, aparte de ser bastante exótico y caluroso, es un destino perfecto para los aficionados a la astronomía, ya que por su "lejanía" de la civilización, ofrece unas vistas espectaculares para divisar las constelaciones que conforman la bóveda celeste.

En fin, un sábado antes de las diez de la mañana en una chiva de la Cooperativa de Transportadores de Girardot, un viejo Ford que no alcanzaba a llegar al modelo 1960, viajamos todos los que nos apuntamos a esa salida, incluyendo a mi hermana.  Nunca supe qué motivo tuvo para asistir más allá de la nota que obtendría por estar ahí.  Cierto fue que la mayoría de compañeros de mi salón, algunos del salón de mi hermana y otra horda de otros semestres de otros programas también asistieron.  La bendita chiva partió desde la Universidad Piloto hacia Neiva con su cupo completo y empezamos a recorrer ese camino, del cual recuerdo que no tenía variante alguna y cruzamos buena parte del Valle del Alto Magdalena tolimense sufriendo un poco con el tema del calor.

Sobre las doce y media o una de la tarde llegamos a Neiva y con un poco de desorientación preguntamos cuál era el camino hacia Villavieja, lo tomamos, y después de recorrer una carretera destapada llegamos a ese poblado, donde no me despegué mucho de la chiva.  Seguimos nuestro camino y el paisaje desértico apareció, donde cerca al atardecer encontramos nuestro lugar para acampar.  Mi hermana acampó con sus compañeros; yo lo hice junto a Hernán, quien llevó su propio equipo y como no encontré cupo en las otras carpas, debí juntarme con él.

La noche fue ligeramente fresca, y gracias a unas linternas, recorrimos parte del desierto, para llegar a una choza.  Nos refrescamos, y luego de un incidente menor, continuamos nuestro camino para regresar a nuestras carpas.  No recuerdo si pude dormir rápido, al menos pude hacerlo sin un pie ajeno restregándome la cara.  Al otro día, esperaba que termináramos el recorrido temprano, pero no fue así.

Le dimos una vuelta completa al camino que atraviesa el desierto, conociendo sobre su fauna y su flora -sí, aunque no lo creamos, las xerófitas son flora- y viendo como algunos empezaban a sufrir el rigor de la temperatura y de los rayos solares en sus organismos, poco a poco.  Terminamos todo sobre las cinco de la tarde, empacamos y regresamos a Girardot, tanto mi hermana como yo nos quemamos y como el plan de regresar temprano no se dio, no pudimos regresar a casa, debiendo terminar de pernoctar en la residencia de un compañero en Flandes sobre la medianoche.

El lunes, ya festivo -sí que lo recuerdo-, sobre las seis de la mañana decidimos volver a casa, no sin antes agradecer a Camilo -mi compañero que nos permitió pernoctar en su casa-.  A las siete y cuarto de la mañana ya estábamos en Anapoima recuperándonos de las quemaduras, preparando el regreso a clase del otro día, y con la seguridad de haber obtenido una buena nota por haber participado en esa salida.  De los que no fueron, sabrá Dios cómo lograron conseguir buenas notas por su asistencia.

Con esto, recuerdo mi primer viaje hacia el Huila, el destino más hacia el sur que he pisado en mi existencia.  Hoy, a esta hora, debo estar planeando mi regreso a casa desde Neiva, ya que me encuentro en una importante ceremonia a la cual fui invitado y hace parte del proyecto al cual pertenezco.  Sabrá Dios si llego despierto o con un insomnio infame a casa.  Bueno, que sea la historia la que lo diga.

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