lunes, 16 de marzo de 2015

Madrugando.

Cuando debo viajar a Bogotá, debo hacer el esfuerzo de despertarme más temprano de lo habitual y evitar que el reloj y las cobijas me ganen.  Eso en el vocabulario popular lo denominamos "madrugar".

¿Qué hago en esas situaciones?  Simple, tratar de dormir un poco más temprano la noche anterior y programar la bendita alarma.  Cuando vivía en el centro, podía incluso programarla con cincuenta minutos antes de la hora a la que debo salir; ahora me toca programarla con hora y cuarto de antelación.  Obvio, también debo dejar lista la ropa y listo lo que haya que llevar.

En muchas ocasiones no puedo dormir más de cuatro horas y eso se refleja a la hora de despertarme y a la hora del viaje.  Ahí, si puedo, recupero algo de sueño.  De todas formas, al final de la jornada el cansancio es inevitable y mi cerebro se rinde incondicionalmente.

Pero no todo es malo, queridos amigos.  Así también tuve que vivir en Bogotá, madrugando y ganándole al reloj, a las cobijas y al frío.  Tenía que entrar siempre a clase de siete.  Reté a las heladas  y a la niebla y las derroté, reté a la lluvia y se hizo mi amiga.  Conviví con las tradicionales "horas pico" del transporte sabanero.  Cuando estaba trabajando allá, hace unos pocos años, la penumbra también se convirtió en mi amiga.  No olvido tampoco el colegio, fue igual y había que caminar a tempranas horas.

Así, madrugando, he cumplido muchos de mis deberes, gracias a las distancias y a esos problemas de las grandes ciudades.  ¿Que si me encanta?  Quizá.  Pero, como algunos conocen, me he convertido en un animal nocturno y eso hace mella para esas tareas.  Eso no puede ser un problema para continuar siendo alguien que cumple su palabra y sus deberes.

Y de eso, del animal nocturno, hablaré en otra ocasión. 

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