martes, 1 de abril de 2014

El día del ausente.

Bogotá, 15 de Abril del 2004.

Ese semestre, como seguramente les he contado, no fue el mejor de mi estadía académica en Bogotá, porque marcó el distanciamiento definitivo entre este servidor y el núcleo duro de mis compañeros con los que inicié mi carrera en Girardot y porque quería dejar a un lado la carrera.

El semestre anterior, me dí cuenta que no vine a Bogotá a cerrarme junto a ellos, que se mantuvieron en ese aislamiento respecto a los compañeros de Bogotá, quizá ante una gran mayoría.  Así me gané el aprecio de la gran mayoría de esos compañeros que hicieron siete semestres -algunos menos- en las edificaciones de la Carrera 9 con Calle 46.

El choque cultural y de egos entre esos dos grupos tuvo momentos álgidos, los cuales no narraré aquí ahora, pero fueron la base de lo que contaré en los siguientes párrafos.

Esa semana, se retomaban clases después de la Semana Santa, así que había regresado a Bogotá un poco descompuesto gracias a la altura.  El miércoles 13, tenía una clase de una asignatura con el profesor Efraín Bulla y al otro día, era otra asignatura con el mismo profesor.

Estaba harto de ver cómo mis ex-compañeros girardoteños se creían lo máximo por llegar a estudiar a Bogotá y de ver cómo algunos de mis compañeros de la capital no veían todavía, después de semestre y medio, con buenos ojos esa llegada.  Además, como lo cité al principio, quería retirarme de la universidad y no quería dar motivo alguno a mis nuevos enemigos.

Ese miércoles, inmediatamente finalizó la clase, busqué al profesor para pedirle permiso para no asistir a la clase del siguiente día, lo cual resultó en una respuesta positiva.  Le dije que no quería estar aquí en mi día, para ver gente peleando y ver gente haciendo mala cara por culpa propia.  Y así sucedió.

No madrugué ese jueves.  Me quedé durmiendo hasta cierta hora de la mañana.  Recibí unas tres o cuatro llamadas de gente de Anapoima, familiares primordialmente.  Almorcé con mi padre.  Como aún tenía el proyecto de grado vivo, salí en la tarde hacia Bogotá, para regresar sobre las siete a Funza.  Y no hice gran cosa.  No recibí regalos, solo quería tranquilidad ese día.  Quería descansar de tanto problema, de tanta mala cara, de tanto conflicto, de tanta tristeza acumulada.  Quería que se sintiera ese vacío.

¿Se sentiría ese vacío?  Alguien, días después, me dijo que en algún momento de esa mañana se sintió.

Ese día también aprendí, que cuando uno debe desaparecer, debe hacerlo.  Y quizá aún ande en esa tónica, después de los hechos que adornaron el resto de mi estancia académica en la capital.  Eso también lo contaré en otra historia.

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